Por Juan Carlos Maimone
“Habemus Champion” podrían haber anunciado en la plaza mayor de Roma; pero en México no hubo el humo blanco que precede la proclama pontificia, simplemente un murmullo que fue creciendo en la última vuelta hasta convertirse en ovación cuando Lewis Hamilton cruzó la línea de llegada y alzó sus manos fuera del habitáculo. Había conquistado la quinta corona, aquella que lo situaba como numeral de Fangio.
La prensa que tanto lo fustiga inmerecidamente, no dudó en preguntarle y – como antigua costumbre – a tratar de insertar las odiosas comparaciones. Sin embargo, su respuesta fue breve y concisa, sin pensar: “Creo que Fangio es el piloto más admirado del mundo, tal vez por lo que logró en el periodo más peligroso de toda la historia del automovilismo.
El debería ser mucho más homenajeado por sus éxitos, porque en realidad, no se le menciona de la forma tan abrumadora como se merece…”. Sincero, sin estridencias, ni menoscabos; para los que lo conocemos, tal como es.
En Brasil; ratificó que creció como piloto y como persona, administró una carrera que no estaba para él, sin embargo, no fue al roce innecesario, sabía de sus limitaciones con los neumáticos y supo esperar con frialdad el desenlace para subir a lo más alto del podio.
Cuando se saca el uniforme de trabajo, vive la vida sin descanso porque en el fondo, aun es un niño, un niño grande al que no le dejaron jugar como al resto o con el resto.
Desde que alcanzó la fama, regueros de tinta han corrido sobre su piel y su nombre, con una rara mezcla de evolución o crueldad; no obstante, sigue adelante con la actitud que él mismo describe:
«No importa los obstáculos que te encuentres en el camino, pasa por encima de ellos…». Y vaya si lo hace. Tal vez por eso es que ha logrado resurgir de cada uno de ellos con la hidalguía que caracteriza los grandes. Entonces me pregunto, no será el momento y la hora de decirlo: Hamilton es realmente especial…